sábado, 23 de septiembre de 2017

El xenomorfo humano

Las relaciones humanas son complicadas. Las hacemos complicadas. No sabemos dejarnos llevar, le ponemos pega a todo y nos encaminamos sin remisión a la búsqueda de los problemas cuando en ocasiones, lo mejor es transitar por un vía zen con el denominador común de que te de igual todo lo que pase a tu alrededor. Nos evitaríamos males mayores en nuestra interacción social con nuestros semejantes... O simplemente, podemos decir que el ser humano es un tocapelotas de cuidado.

Hoy se ha instalado en nuestra jerga diaria un término que ha ganado fortuna: gente tóxica. Supongo que esa descripción se la inventó un autor de libros de autoayuda (ya saben, ese género "literario" en el que el único que queda "ayudado" es el propio autor por los pingües beneficios obtenidos de la venta de su libro), un día en el que su vecino le calentó la mollera más de lo aconsejado. Y a raíz de ese hecho originario, triunfó la teoría de que existen personas tóxicas a nuestro alrededor, cuando quizás podríamos hablar mejor de comportamientos inapropiados. Afortunadamente no estamos en una película de Tarantino, donde uno podría ajustar cuentas con este tipo de personal con una buena balacera contra el que nos molesta más de lo normal. Pero no estamos en una sala de cine, sino en el teatro. Y sobre las tablas también vemos las razones de ciertos comportamientos humanos. Es decir, el teatro es el comportamiento humano en sí, sublimado unas veces, exagerado otras, pero siempre certero. De eso nos habla Alberto de Casso en El ciclista utópico, penúltima obra que nos llega a los Miércoles de Teatro de Chiclana con la dirección y puesta en escena de Yayo Cáceres y las interpretaciones de Fernando Soto y Fran Perea. Un simple hecho, nada luctuoso, nada dramático pero que desencadena una serie de eventos concatenados en el que uno de los protagonistas se convierte en indeseado parásito y el otro en inopinado huésped.

Una relación tóxica. Como si estuviésemos en una película de Michael Haneke, la puesta en escena de Yayo Cáceres es simple y práctica, mediatizada por una lámina transparente que trata de separar ambas vidas, a pesar que el parásito urde estratagemas para sortearla. Esa pantalla transparente, constantemente violada y traspasada por el personaje interpretado por Fernando Soto, ayuda a que el espectador se sumerja en una acción que se va haciendo cada vez más insalubre, más insoportable, fatalmente violenta. Las interpretaciones juegan a favor de esta mise-en-scène con dos actores exacerbados por los caracteres de sus personajes. Perea como sufrido huésped se revela como un volcán a punto de erupción pero que solo deja salir inofensivas fumarolas ante la insistencia de su contraparte, mientras que Soto se transmuta en encantador de serpientes, ladino y sibilino para llegar a ser ese parásito del que no podemos desembarazarnos. El elemento tóxico de nuestras vidas, el xenomorfo humano que se adhiere con sus tentáculos a nuestro rostro, a nuestra existencia para llegar a destruirnos como ese alien de la película homónima de Ridley Scott.

Al final solo queda destrucción. Desgraciadamente, en nuestras vidas no llegamos a contar con la ayuda de una Ripley que acabe con nuestros monstruos cercanos. Lo tóxico abunda. La utopía, también.

Foto: @zuhmalheur

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